La Madre de Nuestro Señor
María es la Madre de Dios (Theotókos), ya que por obra del
Espíritu Santo concibió en su seno virginal y dio al mundo a Jesucristo, el
Hijo de Dios consubstancial al Padre.
« El Hijo de Dios... nacido de la
Virgen María... se hizo verdaderamente uno de los nuestros... »,
se hizo
hombre. Así pues, mediante el misterio de Cristo,
en el horizonte de la fe de
la Iglesia resplandece plenamente el misterio de su Madre.
A su vez, el dogma
de la maternidad divina de María fue para el Concilio de Éfeso
y es para la
Iglesia como un sello del dogma de la Encarnación, en la que el Verbo asume
realmente en la unidad de su persona la naturaleza humana sin anularla.
CARTA
ENCÍCLICA, REDEMPTORIS MATER, DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II SOBRE LA
BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA
María
concibió y dio a luz a la segunda persona de la Trinidad, según la naturaleza
humana que El asumió.
¿Cómo puede ser María la madre de Dios, si Dios ya existía
antes de que ella naciera?
En
el diccionario encontramos que "madre" es la mujer que engendra. Se
dice que es madre del que ella engendró. Si aceptamos que María es madre de
Jesús y que Él es Dios, entonces María es Madre de Dios.
No se debe confundir entre el tiempo y la eternidad. María, obviamente, no fue madre del Hijo eternamente. Ella comienza a ser Madre de Dios cuando el Hijo Eterno quiso entrar en el tiempo y hacerse hombre como nosotros. Para hacerse hombre quiso tener madre. Gálatas 4:4: "al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer". Dios se hizo hombre sin dejar de ser Dios, por ende María es madre de Jesús, Dios y hombre verdadero.
Entonces, María es Madre de Dios, no porque lo haya engendrado en la eternidad sino porque lo engendró hace 2000 años en la Encarnación. Dios no necesitaba una madre pero la quiso tener para acercarse a nosotros con infinito amor. Dios es el único que pudo escoger a su madre y, para consternación de algunos y gozo de otros, escogió a la Santísima Virgen María quién es y será siempre la Madre de Dios.
No se debe confundir entre el tiempo y la eternidad. María, obviamente, no fue madre del Hijo eternamente. Ella comienza a ser Madre de Dios cuando el Hijo Eterno quiso entrar en el tiempo y hacerse hombre como nosotros. Para hacerse hombre quiso tener madre. Gálatas 4:4: "al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer". Dios se hizo hombre sin dejar de ser Dios, por ende María es madre de Jesús, Dios y hombre verdadero.
Entonces, María es Madre de Dios, no porque lo haya engendrado en la eternidad sino porque lo engendró hace 2000 años en la Encarnación. Dios no necesitaba una madre pero la quiso tener para acercarse a nosotros con infinito amor. Dios es el único que pudo escoger a su madre y, para consternación de algunos y gozo de otros, escogió a la Santísima Virgen María quién es y será siempre la Madre de Dios.
Cuando
la Virgen María visitó a su prima Isabel, esta, movida por el Espíritu Santo le
llamó "Madre de mi Señor". El Señor a quien se refiere no puede ser
otro sino Dios. (Cf. Lucas 1, 39-45).
La
verdad de que María es Madre de Dios es parte de la fe de todos los cristianos
ortodoxos (de doctrina recta). Fue proclamada dogmáticamente en el Concilio de
Efeso, en el año 431 y es el primer dogma Mariano.
LA MATERNIDAD DIVINA
El dogma de la Maternidad Divina se refiere a que la Virgen María es verdadera Madre de Dios. Fue solemnemente definido por el Concilio de Efeso (año 431). Tiempo después, fue proclamado por otros Concilios universales, el de Calcedonia y los de Constantinopla.
El
Concilio de Efeso, del año 431, siendo Papa San Clementino I (422-432) definió:
"Si
alguno no confesare que el Emmanuel (Cristo) es verdaderamente Dios, y que por
tanto, la Santísima Virgen es Madre de Dios, porque parió según la carne al
Verbo de Dios hecho carne, sea anatema."
El Concilio Vaticano II hace referencia del dogma así:
"Desde
los tiempos más antiguos, la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de
Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles acuden con sus súplicas en todos sus
peligros y necesidades" (Constitución Dogmática Lumen
Gentium, 66)
Narración de los hechos que hace el Evangelista San Lucas. (1
al 38)
Siendo Herodes rey de Judea, vivía allí un sacerdote llamado Zacarías. Pertenecía al grupo sacerdotal de Abías, y su esposa, llamada Isabel, era también descendiente de una familia de sacerdotes.
Ambos eran personas muy cumplidoras a
los ojos de Dios y se esmeraban en practicar todos los mandamientos y leyes del
Señor.
No tenían hijos, pues Isabel no podía
tener familia, y los dos eran ya de edad avanzada.
Mientras Zacarías y los otros sacerdotes
de su grupo estaban oficiando ante el Señor, le tocó a él en suerte, según las
costumbres de los sacerdotes, entrar en el Santuario del Señor para ofrecer el
incienso.
Cuando llegó la hora del incienso, toda
la gente estaba orando afuera, en los patios.
En esto se le apareció un ángel del
Señor, de pie, al lado derecho del altar del incienso.
Zacarías se turbó al verlo y el temor se
apoderó de él.
Pero el ángel le dijo: «No temas,
Zacarías, porque tu oración ha sido escuchada. Tu esposa Isabel te dará un hijo
y le pondrás por nombre Juan.
Será para ti un gozo muy grande, y
muchos más se alegrarán con su nacimiento, porque este hijo tuyo será un gran
servidor del Señor. No beberá vino ni licor, y estará lleno del Espíritu Santo
ya desde el seno de su madre.
Por medio de él muchos hijos de Israel
volverán al Señor, su Dios.
El mismo abrirá el camino al Señor con
el espíritu y el poder del profeta Elías, reconciliará a padres e hijos y
llevará a los rebeldes a la sabiduría de los buenos. De este modo preparará al
Señor un pueblo bien dispuesto.»
Zacarías dijo al ángel: « ¿Quién me lo
puede asegurar? Yo ya soy viejo y mi esposa también.»
El ángel contestó: «Yo soy Gabriel, el
que tiene entrada al consejo de Dios, y he sido enviado para hablar contigo y
comunicarte esta buena noticia.
Mis palabras se cumplirán a su debido
tiempo, pero tú, por no haber creído, te vas a quedar mudo y no podrás hablar
hasta el día en que todo esto ocurra.»
El pueblo estaba esperando a Zacarías, y
se extrañaban que se demorase tanto en el Santuario.
Cuando finalmente salió, no podía
hablarles, y comprendieron que había tenido alguna visión en el Santuario.
Intentaba comunicarse por señas, pues permanecía mudo.
Al terminar el tiempo de su servicio,
Zacarías regresó a su casa, y poco después su esposa Isabel quedó embarazada.
Durante cinco meses permaneció retirada, pensando:
« ¡Qué no ha hecho por mí el Señor! Es
ahora cuando quiso liberarme de mi vergüenza.»
Al sexto mes el ángel Gabriel fue
enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una joven virgen
que estaba comprometida en matrimonio con un hombre llamado José, de la familia
de David. La virgen se llamaba María.
Llegó el ángel hasta ella y le dijo:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»
María quedó muy conmovida al oír estas
palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo.
Pero el ángel le dijo: «No temas, María,
porque has encontrado el favor de Dios.
Concebirás en tu seno y darás a luz un
hijo, al que pondrás el nombre de Jesús.
Será grande y justamente será llamado
Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David; gobernará
por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás.»
María entonces dijo al ángel: « ¿Cómo
puede ser eso, si yo soy virgen?»
Contestó el ángel: «El Espíritu Santo
descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso
el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios.
También tu parienta Isabel está
esperando un hijo en su vejez, y aunque no podía tener familia, se encuentra ya
en el sexto mes del embarazo.
Para Dios, nada es imposible.»
Dijo María: «Yo soy la servidora del
Señor, hágase en mí tal como has dicho.» Después la dejó el ángel.
NARRACIÓN DE LOS ESPONSALES DE LA SANTÍSIMA VIRGEN CON JOSÉ
Tomado del Libro de Revelaciones: LA VIDA OCULTA DE LA VIRGEN
MARÍA de la BEATA Ana Catalina Emmerick
La Santísima Virgen vivía en el Templo
con otras doncellas bajo la inspección de piadosas matronas. Las doncellas se
ocupaban en hacer bordados y ornamentos de toda clase en las vestiduras
sacerdotales, y en limpiarlas así como los enseres del Templo.
Tenían celdas pequeñas donde rezaban y
meditaban y desde las cuales podían mirar al interior del Templo. Cuando ya
estaban crecidas, las desposaban. Sus padres las habían ofrecido completamente
a Dios al entregarlas al Templo, y desde hacía mucho tiempo reinaba entre los
israelitas piadosos y devotos el silencioso presentimiento de que alguno de estos
matrimonios colaboraría alguna vez a la llegada del Mesías prometido.
Cuando la Santísima Virgen llegó a los
14 años, debía dejar el Templo para casarse, junto con otras siete doncellas, y
vi que su madre Ana fue allí a visitarla. Joaquín ya no vivía y Ana se había
casado con otro hombre por orden de Dios.
Pero cuando ahora anunciaron a la Virgen
que debía abandonar el Templo para casarse, vi que la Santísima Virgen, con el
corazón muy agitado, explicó al sacerdote que ella pretendía no abandonar jamás
el Templo, pues se había prometido solamente a Dios y pretendía que no la
casaran. Sin embargo, le dijeron que tendría que casarse.
Acto seguido vi que la Santísima Virgen
imploró fervientemente a Dios en su oratorio, y también recuerdo haber visto
que María, muerta de sed de tanto rezar, bajó con su jarrita a llenarla de agua
en un pozo o pilón, y allí oyó una voz sin aparición visible que le hizo una
revelación que la dio consuelo y fuerzas para consentir en casarse.
Este no fue el anuncio de lo que después
vi pasar en Nazaret. Pero yo misma he debido creer alguna vez que también había
visto la aparición de un ángel, pues en mi juventud trastocaba a veces este
cuadro con el de la Anunciación, que creía que había ocurrido en el Templo.
—LA
SELECCIÓN DEL ESPOSO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN
Vi que unos sacerdotes llevaron ante el
Santísimo en una silla a sacerdote muy anciano que ya no podía andar,
seguramente el Sumo Sacerdote, y mientras ellos encendían el incienso, él rezó
algo leyendo de un rollo que tenía ante sí en un atril. Arrobado en espíritu,
tuvo una aparición que le puso el índice en el rollo sobre el pasaje de Isaías
que dice: «Brotará una rama de la raíz de Jesé y una flor se alzará de su raíz»
(Is 11, 1). Cuando el viejo sacerdote volvió en sí, leyó este pasaje y por él
llegó a entender algo.
Acto seguido enviaron mensajeros a todas
partes del país a convocar a todos los solteros de la estirpe de David, y cuando
estuvieron reunidos en el Templo muchos de estos solteros en traje de fiesta,
les fue presentada la Santísima Virgen. Vi entre ellos a un joven muy piadoso
de la comarca de Belén que también había rezado siempre con gran fervor por el
cumplimiento de la Promesa, y distinguí en su corazón el cálido deseo de
convertirse en el esposo de María. Por su parte María volvió a su celda,
derramó santas lágrimas y procuró ni pensar en que dejaría de ser virgen.
Entonces vi que el Sumo Sacerdote
recibió una inspiración interior y entregó una rama a cada uno de los hombres
presentes, les ordenó que la marcaran con su nombre y que la tuvieran en la
mano durante la oración y la ofrenda. Cuando ya estuvo hecho todo reunieron las
ramas y las pusieron en un altar delante del Santísimo. Se les anunció que aquel
cuya rama hubiese florecido sería el designado por el Señor para desposarse con
la Virgen María de Nazaret.
La oración y la ofrenda prosiguieron
mientras ponían las ramas en el altar, y vi que aquel joven cuyo nombre ya me
vendrá a la memoria, clamaba fervientemente mientras tanto con los brazos en
cruz en una sala del Templo. Al expirar el plazo fijado, se deshizo en lágrimas
cuando les devolvieron sus ramas a todos y les anunciaron que ninguna de ellas había
florecido y que por consiguiente ninguno de ellos estaba destinado por Dios
para esposo de esta virgen.
Entonces los despidieron para que
volvieran a sus casas, pero aquel joven se fue al Monte Carmelo, donde los
Hijos de los Profetas vivían como ermitaños desde los tiempos de Elías, y donde
vivió rezando constantemente desde entonces por el cumplimiento de la Promesa.
Vi que a continuación los sacerdotes
rebuscaron de nuevo los registros genealógicos por si quedara algún
descendiente de David que se les hubiera pasado, y entonces encontraron el
registro de seis hermanos de Belén, de los cuales uno era desconocido y no se
sabía dónde estaba. Al investigar dónde vivía José, lo descubrieron no lejos de
Samaria, en un lugar que está junto a un riachuelo pequeño, donde vivía
solitario junto al agua y trabajaba para otro maestro carpintero.
Por orden del Sumo Sacerdote, José vino
al Templo de Jerusalén con sus mejores galas. Tuvo que tener también una rama
en la mano durante la oración y la ofrenda, y cuando quiso retirarla del altar
delante del Santísimo, a la rama le brotó arriba una flor blanca como un lirio,
mientras una aparición luminosa como el Espíritu Santo venía sobre José.
Entonces los sacerdotes reconocieron en
José el esposo que Dios destinaba a la Santísima Virgen, y se lo presentaron a
María en presencia de su madre. Resignada a la voluntad de Dios, María lo
aceptó humildemente por esposo, pues sabía que para Dios, que había aceptado su
voto de pertenecerle en cuerpo y alma solamente a Él, todo era posible.
LA ANUNCIACIÓN DE MARÍA
La noche pasada he visto la Anunciación
en cuanto fiesta de la Iglesia, y recibí la aclaración precisa de que en esta
época del año la Santísima Virgen ya estaba embarazada de cuatro semanas. Me lo
dijeron expresamente porque yo había visto ya la Anunciación el 25 de febrero,
pero se me olvidó y por eso no lo conté. Hoy he vuelto a ver de nuevo todas las
circunstancias externas del acontecimiento.
Poco después de la boda vi a la
Santísima Virgen en Nazaret en casa de José, adonde me llevó mi guía. José
había salido de viaje por el país con dos burros, me parece que para recoger
algo de su herencia o para traer sus herramientas de trabajo; creo que ya estaba
en viaje de regreso. El segundo marido de Ana y otros hombres estuvieron en
casa por la mañana pero se volvieron a marchar.
Además de la Santísima Virgen y de dos
doncellitas de su edad, me parece que de las del Templo, vi en la casa a su
madre Santa Ana y a aquella viuda pariente suya que la servía de criada y que
más tarde fue con ella a Belén cuando el nacimiento de Cristo. La casa la había
amueblado Ana y todo era nuevo.
Las cuatro mujeres entraban y salían
ocupándose de la casa y luego pasearon juntas tan contentas por el patio. Al
atardecer las vi recogerse en la casa, rezaron de pie en torno a una mesita redonda
y luego comieron las verduras que estaban servidas, después de lo cual se
separaron.
Ana todavía anduvo un rato de acá para
allá como un ama de casa atareada, pero las dos doncellas se fueron a su sitio,
que estaba aparte, y María también se fue a su dormitorio.
El cuarto de la Santísima Virgen estaba
en la parte trasera de la casa, cerca del fogón, que en esta casa no estaba en
medio como en la de Ana, sino más bien a un lado. La entrada estaba al lado de
la cocina; había que subir tres escalones, más inclinados que verticales, pues
el suelo de esta parte de la casa está sobre una roca que sobresale en esta parte.
Enfrente de la puerta el cuarto era
curvo y en esa parte curva, y separada por un mamparo de zarzo más alto que un
hombre, estaba enrollado el lecho de la Santísima Virgen. Todas las paredes del
aposento estaban revestidas hasta cierta altura con mamparos de varillas
entrecruzadas que eran algo más consistentes que los ligeros mamparos que hacían
de tabiques móviles. El revestimiento mostraba pequeños motivos ajedrezados o
en rombos hechos de maderas de distintos colores. El techo de la habitación
estaba formado por vigas corridas, cuyos intervalos se cerraban con cañizos
adornados con estrellas.
El refulgente joven que siempre me
acompaña me llevó a este cuarto. Quisiera contar todo lo que vi lo mejor que
pueda una pobre desgraciada como yo.
Al entrar en su cuarto, la Santísima
Virgen se puso detrás del biombo del dormitorio un camisón largo de lana blanca
con cinturón ancho, y un velo color hueso en la cabeza.
Entretanto, la criada entró con una
lamparilla, encendió la lámpara de brazos que colgaba del techo de la
habitación y se volvió a marchar.
La Santísima Virgen apartó de la pared
una mesita baja que estaba plegada y apoyada a ella y la puso en medio de la
habitación. Mientras estaba apoyada en la pared, la mesita consistía solamente
en una bandeja móvil que por delante colgaba verticalmente de dos patas, pero
María levantó la bandeja a la horizontal, sacó la mitad de una de las patas que
estaba plegada, e hizo descansar la mesita en tres patas. El tablero era
redondo por la parte que apoyaba sobre la tercera pata.
La mesita estaba cubierta con un tapete
azul y rojo con flecos que estaba recogido donde el tablero no era redondo. En
el centro del tapete había una figura bordada o pespunteada que ya no sé si era
una letra o un adorno, y en la parte curva estaba enrollado un tapete blanco.
Sobre la mesita había un rollo de Escrituras.
La Santísima Virgen puso la mesita algo
a la izquierda del centro de la habitación, donde una alfombra cubría el suelo
entre su dormitorio y la puerta, puso delante un almohadoncillo redondo para
arrodillarse, y después se apoyó con ambas manos en la mesita y se arrodilló.
Tenía delante y a su derecha la puerta del cuarto y a su espalda el dormitorio.
María dejó caer el velo sobre su rostro
y cruzó las manos sobre el pecho, pero no los dedos y así la vi orar
fervientemente largo rato con la cara alzada al Cielo. Rogaba por la Salvación,
por el Rey Prometido, y pedía que su oración contribuyera un poco a que llegara.
Estuvo arrodillada así mucho rato arrobada en oración, y luego hundió la cabeza
en el pecho.
En ese momento se derramó a su derecha
tal masa de luz que caía oblicuamente desde el techo de la habitación, que me
sentí empujada contra la pared de la puerta. En esa luz vi un joven blanco y
refulgente, de fluidos cabellos amarillos, que bajaba flotando a ponerse
delante de ella; era el ángel Gabriel, que la habló moviendo suavemente los
brazos a ambos lados del busto. Las palabras salían de su boca como letras
relucientes que yo veía y oía.
María volvió un poco a su derecha su
velada cabeza, pero por pudor no lo miró.
Pero el ángel siguió hablando y María,
como a su orden, volvió el rostro hacia él, levantó un poco el velo y le
respondió. Tornó a hablar el ángel y María levantó su velo, miró al ángel y
replicó las sagradas palabras:
—He aquí la esclava del Señor, hágase en
mí según tu palabra.
La Santísima Virgen estaba profundamente
arrobada. La luz llenaba el cuarto y yo no veía el brillo de la lámpara
encendida ni el techo de la habitación. El cielo parecía abierto, y un rayo de
luz me permitía mirar por encima del ángel: en el origen del torrente de luz vi
la figura de la Santísima Trinidad como un fulgor triangular cuyos rayos se penetraban
recíprocamente, en la que distinguí lo que solo puede ser adorado, pero no expresado:
Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo y sin embargo un solo Dios Todopoderoso.
Entonces la Santísima Virgen dijo:
—Hágase en mí según tu palabra.
Y vi la alada aparición del Espíritu
Santo, aunque no exactamente en la forma de paloma en que se representa
habitualmente: la cabeza era un rostro humano que expandía luz como alas a
ambos costados de su figura, y de cuyo pecho y manos vi brotar torrencialmente
tres chorros de luz al costado derecho de la Santísima Virgen, en cuyo centro
se reunieron.
Cuando esta luz penetró en su costado
derecho, la Santísima Virgen se volvió totalmente traslúcida y como
transparente y fue como si ante esta luz, la opacidad se retirara como la
noche. En ese momento María estaba tan traspasada de luz que nada de ella parecía
oscuro o encubierto, toda su persona estaba resplandeciente y luminosa.
Después vi desaparecer al ángel y
retirarse el haz de luz que salía de él. Fue como si desde el cielo hubieran
reabsorbido aquel torrente de luz. Mientras la luz se retiraba, cayeron sobre
la Santísima Virgen muchos capullos de rosas blancas, cada una con una hojita
verde…
Después que aquel ángel desapareció, vi
que la Santísima Virgen, completamente recogida y sumida en profundo éxtasis,
reconocía y adoraba en su interior la encarnación del Salvador Prometido, en
forma de una figurita humana de luz con todos sus miembros ya formados, incluso
los deditos.
¡Ay! ¡Qué distinto es Nazaret de
Jerusalén! Allí las mujeres tienen que quedarse en el atrio sin poder entrar en
el Templo, y solo los sacerdotes pueden entrar en El Santo, pero aquí en
Nazaret, en esta iglesia, el Templo mismo es una doncella, y el Sumo Sacerdote
y el Santísimo están en ella, y con él solo está ella. ¡Qué amoroso y qué
maravilloso es todo, y sin embargo, qué cosa más sencilla y natural! Se han
cumplido las palabras de David en el salmo 45: «El Espíritu santificó el
Tabernáculo; Dios está en medio de ellos y no serán quebrantados».
El resplandor en torno a la Santísima
Virgen se hacía cada vez mayor y ya no se veía la luz de la lámpara que había
encendido José. La Santísima Virgen estaba vuelta a Oriente y arrodillada sobre
su colcha de dormir, con su amplio vestido suelto y extendido en torno a ella.
A las doce de la noche se quedó arrobada
en oración; la vi elevarse sobre la Tierra de modo que podía verse el suelo
debajo. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho y en torno a ella seguía
aumentando el resplandor. Todo estaba entrañable y jubilosamente agitado,
incluso las cosas inanimadas, la roca del techo, las paredes, el techo y el
suelo de la gruta estaba como viva dentro de aquella luz. Entonces ya no vi más
el techo de la gruta, y una vía de luz se abrió entre María y lo más alto del
Cielo con un resplandor cada vez más alto.
En esta vía de luz apareció un
maravilloso movimiento de glorias que se interpretaban y se acercaban
perceptiblemente en forma de coros de espíritus celestiales.
Pero la Santísima Virgen, que levitaba
en éxtasis, rezaba ahora mirando hacia abajo, al suelo, a su Dios en cuya madre
se había convertido, que yacía ante ella en el suelo como un recién nacido
desvalido.
Vi a Nuestro Salvador como un niño muy
pequeño y refulgente cuya luz sobrepasaba la del esplendor circundante,
acostado en la manta delante de las rodillas de la Santísima Virgen. Para mí
era como si fuera muy pequeñito y se fuera haciendo más grande ante mis ojos.
Pero todo esto solo era un movimiento del otro resplandor tan grande, que no puedo
decir con seguridad cómo lo he visto.
La Santísima Virgen estuvo así arrobada
todavía un rato y vi que le puso al niño un paño, pero no lo tomó en brazos ni
lo levantó. Al cabo de un largo rato vi que el niño rebullía y lo oí llorar, y
entonces fue como si María volviera en sí: levantó al niñito de la alfombra y
lo envolvió en el pañal que le había puesto encima y lo sostuvo en brazos junto
a su pecho. Luego se sentó y envolvió completamente al niño en su velo: creo
que María daba de mamar al Salvador. Entonces vi en torno a ella ángeles de
figura totalmente humana adorando con el rostro en el suelo.
Ya habría pasado más de una hora desde
el nacimiento cuando María llamó a José, que todavía estaba en oración. Cuando
se acercó, se postró sobre su rostro con fervor, alegría y humildad, y solo se
levantó cuando María le pidió varias veces que lo apretara contra su corazón y
diera gracias alegremente por el sagrado regalo del Altísimo. Entonces José se
incorporó, recibió en sus brazos al niño Jesús y alabó a Dios con lágrimas de
gozo.
Entonces la Santísima Virgen envolvió al
niño en pañales. En este momento no recuerdo la forma de envolverlo en pañales,
solo sé que uno era rojo, y sobre él una envoltura blanca hasta debajo de los
bracitos y otro pañalito más por arriba hasta la cabecita. María solamente
tenía cuatro pañales.
Luego vi a María y José sentados en el
suelo desnudo con las piernas cruzadas uno junto a otro. No hablaban y parecían
sumidos en contemplación. Sobre la alfombra delante de María yacía envuelto
como un bebé, Jesús recién nacido, hermoso y radiante como un relámpago.